viernes, 22 de marzo de 2024

Tres vestidos iguales

Río de Janeiro, fines de agosto de 1977. Una foto antes de subirnos por primera vez a un avión. Los chicos de pantalón y camisa, las chicas con tres vestidos iguales cosidos por mi abuela para la ocasión.  

Hacía apenas un par de días que habíamos llegado a la ciudad donde conocí el mar. En ese breve tiempo nuestra anfitriona nos llevó a pasear por la ciudad en una combi. Conocimos el Pan de Azúcar, el Cristo Redentor, la playa de Copacabana, y no entramos al Maracaná porque mi mamá no quería “causar tanta molestia”, algo que mis hermanos varones le reprochan hasta el día de hoy. 

El viaje había empezado en Buenos Aires, por lo menos esa última parte. Antes de eso, nuestra vida transcurría en una provincia del noroeste argentino donde llueve poco y en verano la temperatura supera los 40 grados. Vivíamos con nuestros abuelos maternos en una casa grande donde había gallinero, huerta, horno de barro y un fondo lleno de posibles aventuras. Al lado, en un baldío crecían cañas con las que construíamos barriletes, arcos y flechas y casitas donde escondernos. En verano la siesta era obligada y el mejor momento para romper la prohibición de escaparse a la pileta y esperar allí a que mi abuelo se despertara y nos repartiera rodajas de sandía fresca que devorábamos mientras se chorreaba su jugo por nuestro cuerpo. 

De La Rioja, los cuatro hermanos mayores nos habíamos ido un año antes, cuando mis viejos lograron alquilar una casa en el oeste bonaerense y nos volvimos a reunir después de vivir unos meses separados. Durante ese tiempo fuimos la familia Fernández, pero a los pocos meses otra vez tuvimos que partir. 

Mientras mi papá salía del país mi mamá se ocupó de hacer el trámite de nuestros pasaportes. Algo que llevó un tiempo, mucho en mi recuerdo. Ya no íbamos al colegio y los días parecían eternos en el pequeño departamento que habían alquilado nuestros abuelos en el barrio de Liniers. Cuando los documentos estuvieron listos y mi viejo instalado, emprendimos nuestro viaje. 

Mi mamá tenía miedo de salir por Ezeiza así que hicimos el recorrido que había hecho mi padre. Partimos en micro desde Buenos Aires acompañados por la nona María y el tío Jorge. Querían asegurarse de que llegáramos sanos y salvos a Brasil. A la terminal fueron a despedirnos nuestros tíos y primos. Los grandes se preguntaban cuánto tiempo pasaría hasta que nos volviéramos a ver. Los chicos ¿qué nos preguntábamos?

La primera parte del viaje era hasta la ciudad de Santo Tomé, en Corrientes. Si alguien nos preguntaba debíamos decir que íbamos de vacaciones. Cruzamos el río Uruguay en una lancha que por momentos parecía quedarse sin fuerza a mitad de camino. Llegamos a Sao Borja donde pasamos la noche. Al día siguiente mi abuela y mi tío regresaron a Buenos Aires y nosotros seguimos viaje a Río de Janeiro. 

La hermana Nazareth nos esperaba en la terminal. Nos llevó a una residencia de monjas donde nos alojamos hasta que salimos hacia el aeropuerto. En ese mismo lugar, unos meses antes, habían recibido a mi padre. Esos días en el convento fueron como vacaciones: pileta, paseos, y la atención amorosa a unos niños a los que les había cambiado la vida. 

Unas horas después, cuando llegamos a Madrid, mi hermana más chica, que entonces tenía cuatro años le preguntó al oído a mi viejo: “Papi, acá ¿cómo nos vamos a llamar?”

domingo, 27 de diciembre de 2020

Cuando un amigo se va

Mario Paoletti jugando. Foto Pilar Bravo
 

 Por Carlos Iaquinandi Castro
Agencia Serpal
 

    Hace ya unas semanas falleció en Toledo Mario “Cacho” Paoletti, periodista, escritor y amigo. Para los de mi generación, un amigo no es un vínculo puntual; un amigo es una relación estable, sólida, que se forja en años. Es compartir, tener grandes coincidencias. También opiniones distintas, pero siempre respetando las diferencias. Llegó a España como expatriado, luego de cuatro años en varias prisiones de la dictadura argentina. Le conocí a través de su hermano “Tito”, con quien compartí actividades sindicales en Argentina y más tarde con las de los exiliados argentinos que llegamos a Madrid cuando la dictadura cívico militar de los 70. Varios años más tarde, Mario describiría a su hermano como “la persona más importante que atravesó mi vida”. “Lo tenía todo, talento, capacidad de trabajo y coraje”.   

 

Haciendo historia

    Ambos hermanos, años antes, habían fundado en la norteña provincia argentina de La Rioja, el diario “El Independiente”, con una línea editorial comprometida con la verdad y la justicia. Tiempo después, los hermanos – propietarios del diario- consecuentes con sus ideales socialistas, decidieron convertirlo en una cooperativa integrada por sus trabajadores. Para ello cedieron linotipos, impresoras y hasta las máquinas de escribir. Un hecho inédito en los medios periodísticos del país. Su intransigencia ante las presiones del poder de la oligarquía riojana, convirtió al diario en el epicentro de los movimientos sociales. En semanas aumentó su tiraje. A través de sus páginas, el obispo riojano Monseñor Enrique Angelelli, denunció las desigualdades sociales, el mal funcionamiento del sistema de salud y la concentración de la propiedad de la tierra, trabando una estrecha amistad con los Paoletti.  Entre amenazas y hostigamientos diversos, el diario y sus trabajadores continuaron su compromiso con la verdad. El país atravesaba un fuerte avance del movimiento obrero con huelgas y grandes movilizaciones. Y también represiones violentas con secuestros y asesinatos de activistas por parte de las llamadas “Tres A”, que en realidad eran fuerzas militares y de seguridad y grupos de ultraderecha.  En paralelo se intensificaban las  acciones de resistencia popular de varios grupos armados. Esto fue el prólogo para que la oligarquía, el gran empresariado, productores y exportadores agropecuarios golpearan una vez más las puertas de los cuarteles.

 

El golpe cívico militar.

   El 24 de marzo de 1976, esa conjura de civiles y militares, toma el poder por la fuerza, y desata una represión sistemática donde caen presos o asesinados sindicalistas, trabajadores, periodistas, sacerdotes, estudiantes, profesionales. Y como es de suponer, el diario “El Independiente” fue intervenido por los militares. Mario Paoletti fue encarcelado. Su hermano “Tito” logró pasar a la clandestinidad. En Agosto de ese año, Monseñor Angelelli fue asesinado en un operativo del Ejército. Días antes habían matado a dos de sus sacerdotes. La dictadura secuestró y asesinó a miles de personas, y provocó el exilio de otras tantas. Las movilizaciones por la libertad de Mario, incluyendo la de Amnistía Internacional y de escritores amigos consiguieron que la dictadura decidiera en 1980 expatriarlo a España.

 

Toledo, su patria chica en España lo reconoció como “Hijo adoptivo”

 Ya en su exilio, Mario recibió el ofrecimiento de una cátedra en el Centro de Estudios Internacionales Ortega y Gasset en Toledo. Allí se radicó y comenzó una larga etapa de creación literaria. Tiempo después le ofrecieron la dirección de este instituto universitario por el que han pasado miles de estudiantes de América Latina y Estados Unidos en estos últimos treinta años. También allí conoció a Pilar Bravo, poeta y escritora toledana que fue su compañera y con quien vivía en una casa junto al rio Tajo, que consideraba un refugio de felicidad y tranquilidad.

Allí escribió y publicó una treintena de libros de ensayo, relatos y poemas. Entre ellos, “A Fuego Lento”, donde describió los pormenores de la vida carcelaria en las diferentes prisiones de la dictadura.  Luego vino “El Aguafiestas”, una biografía autorizada de quien fue su amigo, el poeta uruguayo Mario Benedetti.  "Antes del diluvio" exhibe el proceso y las contradicciones de la época pre-dictatorial. Su “Quijote Express” intentó acercar a los lectores habituales lo que él considera la madre de todos los relatos. Un trabajo escrupuloso tratando de llevar el texto al lenguaje de nuestra época. El poemario “2x1 -  penúltimos versos”.  Sobre el escritor Roberto Arlt publicó dos trabajos: El primero, editado en Madrid en 1983, “Poemas con Arlt”, y en el 2000 “Arltianas”. Uno de sus últimos libros, fue “El año del Cangrejo”, (2017)  en el que describe “a dos voces” con su compañera Pilar las vicisitudes del cáncer que padeció en el 2015: largas internaciones, cinco operaciones, un mes en coma, y del que pudo recuperarse para vivir los que él consideró los años más felices y que en sus correos los mencionaba como “una propina” que le daba la vida.  Incursionó en la dramaturgia, con “La Higuera”, una obra teatral sobre las últimas horas de la vida del “Che” Guevara antes de ser ejecutado en Bolivia y que fue estrenada en Toledo. Recibió varios premios por su obra, entre ellos el Nacional Francisco Ayala por su novela “Vasco busca Vasco”.

La ciudad de Toledo reconoció a Mario Paoletti como hijo adoptivo en el 2019 en un homenaje público realizado en el Ayuntamiento.

En su réplica, Mario dijo “Toledo es, sin duda, mi lugar en el mundo”,

 

Integro y coherente.

Mario fue uno de esos amigos a los que se puede llamar hermano, porque siempre están para lo que sea en las buenas y en las malas. Generoso, honesto, inteligente, sensato, renegaba de las desigualdades y le indignaban las injusticias. Era fácil coincidir con su visión del mundo. Por eso, en las diferencias, siempre terminábamos acordando en lo fundamental. Por ejemplo, en que “el fin no justifica los medios”. Y lo explicaba: “eso es un callejón sin salida, una trampa mortal. El fin nunca justifica los medios”. “Cuando un hombre dice que algunos fines justifican algunos medios, está dando el primer paso hacia la convalidación de la tortura”. Fue coherente en tiempos muy difíciles. Que por ejemplo, lo llevaron a decir que “mientras tanto incendiario de aquellos tiempos ha devenido ahora en no menos entusiasta bombero, yo sigo pensando que la existencia de ricos y pobres sigue siendo un escándalo moral al que hay que poner remedio”.  Mario pensaba que “el pecado original de las ideologías, era su costado religioso que las hace refractarias de la crítica”. Y además añadía que “muchos de nosotros dimos por válidas como verdades eternas lo que no eran más que hipótesis de trabajo de unos hombres –admirables en muchos sentidos– pero sustancialmente idénticos a nosotros. Nos tocaron tiempos de acción y la acción abomina de la duda”.

 

Que no sea un adiós, sino un “hasta luego”.

Mario Paoletti se nos fue hace ya varios días, pero me cuesta hablar en pasado. Se lleva la mayor recompensa para un ser humano: ser reconocido y querido en su país de origen y en su tierra de adopción. Nos deja sus frases y actitudes que seguirán vigentes, como también sus relatos y sus poemas. Su mejor legado.

 Me resultó difícil redactar esta nota. Y también me cuesta cerrarla. Por eso citaré las palabras que dijo para despedirlo el periodista toledano Antonio Illán: “En el día de los elogios, prefiero quedarme con el de que Mario Paoletti era buena gente. Desde allá donde ahora habite seguirá mirando escrutadoramente, pero faltará la palabra precisa y la amabilidad de su humanidad inmensa”. Así será.

 

lunes, 10 de junio de 2019

La hoja de laurel




Por Ana Paoletti


Llené con agua la olla y encendí el fuego mientras picaba la cebolla y la zanahoria. Fue lo primero que puse a cocinar para que, poco a poco, los sabores se fueran soltando en lo que sería el almuerzo de Joaquín.

Mientras eso empezaba a cocinarse me fui a tender la cama. Doblé el camisón y lo puse debajo de la almohada, entonces me di cuenta de que no le había puesto una hoja de laurel al caldo.

Dejé lo que hacía y fui a la cocina porque no quería volver a olvidarme. Cuando levanté la tapa de la olla entre los borbotones de agua nadaba la hojita de laurel.

–Estoy cada día más loca –me dije y aproveché para añadir la calabaza.

La cocina huele a otoño y mi hijo agradece su almuerzo con una sonrisa enorme cuando entra a casa.

–Mmmm, sopa, como la que hacía la abuela Lilí.

Hace apenas tres meses que estamos aquí. Nos costó dejar la casa donde vivimos muchos años. Este departamento es más chico, es de estilo moderno y –si bien estamos cómodos– aún extrañamos los techos altos y el piso de pinotea de nuestro viejo hogar.

Siempre me costaron los cambios. Demoré unos años en decidir que teníamos que mudarnos. Cuando me separé me pareció que era mucho para los chicos que, además de irse su papá, nos fuéramos nosotros. La casa era grande pero estábamos acostumbrados a ella. En su cocina mi madre había ido moldeando el paladar de mis hijos, se ponía mi delantal para cocinar algo rico mientras yo llegaba del trabajo. Dejaba que Ramiro sacara todos los recipientes plásticos para jugar mientras ella convertía en nuestra cena lo poco que encontraba en la heladera.

En mi cocina nueva los aromas me traen su recuerdo. Le eché la culpa a la cebolla por las lágrimas en los ojos y mientras le ponía un poco de comino a la sopa recordé aquella vez que protestó porque en casa tenía pocos condimentos.

–No tengo condiciones laborales en este trabajo, no puede ser que no haya nada para darle sabor a la comida.

Cuando dejé la otra casa pensé en todo lo que dejaba en ella: la vida en pareja con Claudio, con sus hijos y los nuestros; el fiestódromo, como le llamábamos con mis amigos a mi terraza porque siempre estaba abierta a reuniones, bailes y fiestas de cumpleaños, y los recuerdos de mamá.

Esta mañana me desperté más temprano, cuando Joaco se levantó para ir al colegio. Como llovía mucho y se suspendía la excursión de Ramiro decidí dormir un poco más. Volvió a sonar el despertador y apreté la opción “posponer”. Medio despierta, medio dormida, en medio de esa semi oscuridad por la mañana lluviosa escuché que alguien hablaba en el living

– No llores, Rami. Seguro que fue porque llovía. Bueno, me voy a trabajar – y oí cuando se cerraba la puerta de casa.

Al instante lo tenía a Ramiro en mi cama.
– No vamos porque llueve – le dije.
– Si, ya sé, me dijo tu mamá.


Era su voz .


lunes, 10 de diciembre de 2018

Historia mínima

Por Ana Paoletti
Debe haber muchas historias pequeñas, de esas chiquitas, que cuenten cosas parecidas a las que vivimos con mi familia.
El 10 de diciembre de 1983, cuando todavía Alfonsín no había recibido su banda presidencial, con mi madre y mis hermanos llegábamos a Ezeiza poniéndole fin a más de seis años de exilio.
Tenía entonces 15 años y plena conciencia de que estaba viviendo un momento importante de mi vida. Habíamos bajado del avión con un nudo en la garganta, de la emoción, de los nervios.
Volvíamos.
Veníamos cargados de mucho, pero mucho, equipaje, mi mamá trajo todo lo que pudo, estaba cansada de desarmar y desarmar su casa. Conscientes de que éramos muchos y estábamos repletos de paquetes, esperamos a ser los últimos para salir.
Cuando llegamos al control, el agente que estaba allí puso cara de pocos amigos cuando nos vio tan cargados. Nosotros, los hijos, conteníamos la respiración, ¿ese que estaba ahí era todavía la dictadura argentina? No podíamos evitar sentir temor.
Le ordenó a mi madre abrir uno de los paquetes.
–¿Y acá qué hay? –preguntó.
–Un cuadro –dijo mi madre– de un rostro deformado por la tortura.
No dijo más que “pueden pasar”.
Más allá, a lo lejos una familia llena de tíos, primos, abuelos y amigos habían calmado la espera haciendo papel picado con el diario de la mañana. Cuando empezamos a acercarnos, comenzaron a cantar:“Somos la patota de Lylí y sus seis hijos
larguen todo y vengan volando
que vienen de España y se van a quedar”.
El “se van a quedar” sonaba imperativo.
Y así fue.

(Este texto lo publicó Marta Dillon como intro de una nota suya en el suple Las12)
https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-4557-2008-12-12.html


*La foto es de 1977 apenas un par de días antes de llegar a Madrid donde viviríamos seis años y medio.




viernes, 30 de noviembre de 2018

Cómo ahogar un periódico cooperativo


Me llamo Alipio Eduardo Paoletti. Tengo 44 años, soy casado y padre de seis hijos. Desde julio de 1977 estoy refugiado en Madrid, España, con mi familia. Entre el 24 de marzo de 1976 y mi salida al exterior viví en forma clandestina en la Argentina, ante la persecución desatada por la dictadura militar.

Soy periodista. He trabajado en varios diarios argentinos y desde 1960 hasta marzo de 1976, fui el director del diario El Independiente de La Rioja, que desde 1970 era editado por una cooperativa obrera, integrada por gráficos, empleados administrativos y periodistas, una experiencia única en la Argentina, que aún subsiste, pese a la represión militar.

Hasta marzo de 1976, la cooperativa estaba integrada por 72 trabajadores. La dirección de la cooperativa y de la política editorial, era decidida en asamblea por la totalidad de los socios, que también elegían por voto secreto a los miembros del Consejo de Administración y al director por un período de dos años.

La política editorial se decidía en base a la adopción del programa de la central única de trabajadores, la CGT. Nosotros adoptamos como referente el programa del 1º de mayo de 1968, aprobado por la CGT de los Argentinos, un programa que sintetizaba las aspiraciones políticas y sociales de los trabajadores argentinos en sus cien años de lucha.

El Independiente, por su vocación democrática, popular y antimperialista, pero al mismo tiempo pluralista política e ideológicamente, se convirtió en una experiencia de comunicación masiva única: era uno de los diarios más leídos del país. El 12 de marzo, al día siguiente del triunfo popular en las elecciones de 1973, el tiraje, controlado por el Instituto Verificador de la Circulación, alcanzó una cifra récord: 11.500 ejemplares, para una provincia de 140.000 habitantes, diseminados en una extensión de 92.000 kilómetros cuadrados, recostada sobre los Andes en el noroeste argentino. Si esa proporción, por ejemplo, se hubiera establecido en Buenos Aires, con 10 millones de habitantes, la cantidad de ejemplares vendidos hubiera sido cercana al millón. Esta explicación no es vana: sirve para ejemplificar el peso político y en la formación de la opinión pública de la zona que tenía El Independiente. Y porqué, antes y después de marzo de 1976 se convirtió en uno de los objetivos estratégicos de la represión militar.

En 1974, después de la muerte de Perón y la aparición pública de la famosa AAA, varios trabajadores de nuestro periódico recibieron amenazas de muerte. Ese mismo año, El Independiente fue objeto de varias clausuras, bajo la presión del ala derechista del peronismo. Motivos invocados: “anomalías” e “irregularidades” en relación a las disposiciones municipales. Estas medidas fueron acompañadas de una persecución sistemática por parte de organismos del Estado. Nosotros logramos, a pesar de todo, salir indemnes de 18 inspecciones diversas ordenadas por la municipalidad de La Rioja, por el Instituto de Cooperativas –que sostenía la curiosa teoría de que las cooperativas no podían editar diarios ni periódicos–, por el Banco de La Rioja, la Dirección Provincial de Cooperativas, etc. Por su parte, la Fiscalía del Estado, de oficio, instauró una acción ante la justicia local para que se investigara si El Independiente, al opinar públicamente sobre los hechos políticos y sociales, no violaba, entre otras, la ley de cooperativas.

En realidad, como después pudo verse claro, el objetivo era acallar la prédica cotidiana del diario a favor de la democracia, de los intereses de los trabajadores y del respeto a los derechos humanos. Paralelamente, por orden jerárquica, se impidió al Obispo de La Rioja, Monseñor Enrique Angelelli, una de las cabezas del ala progresista de la Iglesia Católica, leer sus homilías dominicales por la radio estatal. El golpe de 1976 desvelaría las incógnitas y demostraría la continuidad de los objetivos de la extrema derecha: Monseñor Angelelli fue asesinado en agosto de 1976, y nuestro periódico acallado.

La noche misma del golpe, el 24 de marzo de 1976, fue detenido Mario Paoletti, subdirector del periódico. Y en los días sucesivos otros diez compañeros: la cooperativa fue intervenida y un alto oficial del ejército se ocupó de la dirección. El 5 de abril se ordenó mi captura. Y unos meses después, la de mi esposa, también trabajadora de El Independiente.

Los compañeros detenidos fueron sometidos a torturas de todo tipo para intentar arrancarles información sobre supuestos hechos terroristas en los cuales, como es obvio, nada tenían que ver. Aún hoy varios de ellos están en la cárcel, y es imprescindible redoblar los esfuerzos para lograr su libertad. Se trata de Plutarco Antonio Schaller, jefe de fotógrafos; Juan Argeo Rojo, abogados, asesor legal del periódico; Pedro E. Pérez, corresponsal en la localidad de Aminga.

Otros compañeros tuvimos que marchar al exilio. Alrededor de veinte fueron despedidos y se alentó el ingreso de nuevos socios para torcer la vocación democrática y popular del periódico. En 1980, después de más de cuatro años de intervención militar, los trabajadores de El Independiente han recuperado su patrimonio físico. Sin duda no podrán recuperar su patrimonio moral e histórico hasta la caída de la dictadura, pues el diario, pese a seguir saliendo, no puede decir lo que quisiera decir.

Después mi orden de captura, y tras la intervención de muchos sindicatos de prensa en todo el país, en mayo de 1976 se realizó una reunión clandestina de activistas sindicales de todo el país en la cual integramos una comisión de “Prensa de la Resistencia”, que logró la edición de un par de boletines e intentó la reorganización sindical. Yo fui designado por mis compañeros del interior como integrante de esa Comisión, que la represión desorganizó, sobre todo a partir del secuestro de Héctor Demarchi y su posterior “desaparición”. Hoy, varios de esa Comisión, estamos exiliados.

Nuestros sindicatos siguen intervenidos, las conquistas sociales logradas por los periodistas tras largos años de lucha, como nuestro Estatuto Profesional, han sido avasalladas y las condiciones laborales y económicas son de súper explotación. Hay centenares de periodistas asesinados, secuestrados, exiliados.

Nuestra obligación, nuestro deber, es lograr la libertad de nuestros presos, denunciar a la dictadura militar argentina ante la opinión pública internacional denunciando sus intentos de disfrazarse con recambios pseudos institucionales (como el protagonizado por el genocida general Viola que reemplazará al genocida general Videla), y proponer la unidad de todos los argentinos honestos y democráticos en torno a las banderas de lucha que agitan nuestros compañeros en la Argentina.

Libertad, Justicia, Democracia para el pueblo argentino.

Pueda este modesto testimonio ser un gran aporte en ese sentido.


Madrid, febrero de 1981

*Este artículo integra el libro “Argentina, cómo matar a la cultura”, editado en 1981, junto a otros textos de la autoría de Julio Cortázar, Juan Gelman, Mercedes Sosa, Vicente Zito Lema, Alberto Szpunberg, Miguel Ángel Estrella, Ignacio Colornbres.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Desexilio

Fue un domingo en noviembre que mi viejo había planeado comenzar su desexilio. Partiría discretamente hacia Brasil con la intención de ingresar al país por un puesto fronterizo poco concurrido.

Unos días antes había llegado a nuestro departamento de La Alameda de Osuna y se había encerrado en la pieza de los varones para hablar con ellos. Las chicas nos miramos intrigadas y nos quedamos esperando escuchar alguna discusión. Nada de eso sucedió, al rato salieron felices y contentos.
El sábado siguiente estábamos con la mami y el papi en la cocina, con los preparativos del almuerzo y él me cuenta que al día siguiente viajaría para volver a la Argentina. Me quedé helada, llevábamos meses hablando del regreso y el plan era que volveríamos primero la mami y nosotros y cuando supiéramos que todo estaba bien, volvería él.
Yo, helada de miedo; él con los ojos mojados de emoción y alegría.
No va a pasar nada, quedate tranquila. Pero nadie tiene que saber. Si alguien pregunta, estoy en Bélgica –me dijo.

El domingo me levanté temprano porque iría con mi amiga Paula al Rastro. Mientras paseábamos por los puestos me encontré con Lilí Massaferro.
Anita, decile a tus viejos que hoy vendí bien, así que compro una botella de vermuth y voy a morfar con ustedes, me dijo contenta.
Me acordé lo que me había dicho el papi, que nadie debía saber. Busqué un teléfono público y lo llamé algo inquieta pero desde el otro lado de la línea me tranquilizó: No hay problema, Ana.
Cuando llegó Lilí se prepararon un vermuth mientras esperábamos para almorzar.
Sentate vieja, le dijo el papi. Hizo una pausa y continuó: Esta noche me vuelvo.
Dijo eso, sólo eso y Lilí ya sabía de qué le estaba hablando. Entonces hubo ojos llorosos, abrazos y piel de gallina.
No hubo manera de convencerlas de que no lo acompañaran a Barajas. Y así, la Lyli Santochi y la Lilí Massaferro fueron testigos del inicio del camino de regreso.
Esa fue la última vez que se vieron, cuando Lilí Massaferro pudo regresar al país, mi viejo ya había muerto.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Entresueño



Me había despertado más temprano, cuando Joaco se levantó. Como llovía mucho y se suspendía la excursión de Ramiro decidí dormir un poco más. 

Volvió a sonar el despertador y apreté la opción "posponer". Medio despierta, medio dormida, en medio de esa semi oscuridad por la mañana lluviosa escucho una voz bajita que dice “¿qué pasa Rami? Seguro que fue porque llovía... Bueno, me voy a trabajar” y sentí cómo se cerraba la puerta de casa. 

Al instante lo tenía a Ramiro en mi cama y yo le decía que como llovía no habíamos ido al Labardén. “Si, ya sé, me dijo tu mamá”. Entonces volvió a sonar otra vez el despertador.

Era su voz.

(Publicado en mi muro de facebook, el 17/11/15)