lunes, 10 de junio de 2019

La hoja de laurel




Por Ana Paoletti


Llené con agua la olla y encendí el fuego mientras picaba la cebolla y la zanahoria. Fue lo primero que puse a cocinar para que, poco a poco, los sabores se fueran soltando en lo que sería el almuerzo de Joaquín.

Mientras eso empezaba a cocinarse me fui a tender la cama. Doblé el camisón y lo puse debajo de la almohada, entonces me di cuenta de que no le había puesto una hoja de laurel al caldo.

Dejé lo que hacía y fui a la cocina porque no quería volver a olvidarme. Cuando levanté la tapa de la olla entre los borbotones de agua nadaba la hojita de laurel.

–Estoy cada día más loca –me dije y aproveché para añadir la calabaza.

La cocina huele a otoño y mi hijo agradece su almuerzo con una sonrisa enorme cuando entra a casa.

–Mmmm, sopa, como la que hacía la abuela Lilí.

Hace apenas tres meses que estamos aquí. Nos costó dejar la casa donde vivimos muchos años. Este departamento es más chico, es de estilo moderno y –si bien estamos cómodos– aún extrañamos los techos altos y el piso de pinotea de nuestro viejo hogar.

Siempre me costaron los cambios. Demoré unos años en decidir que teníamos que mudarnos. Cuando me separé me pareció que era mucho para los chicos que, además de irse su papá, nos fuéramos nosotros. La casa era grande pero estábamos acostumbrados a ella. En su cocina mi madre había ido moldeando el paladar de mis hijos, se ponía mi delantal para cocinar algo rico mientras yo llegaba del trabajo. Dejaba que Ramiro sacara todos los recipientes plásticos para jugar mientras ella convertía en nuestra cena lo poco que encontraba en la heladera.

En mi cocina nueva los aromas me traen su recuerdo. Le eché la culpa a la cebolla por las lágrimas en los ojos y mientras le ponía un poco de comino a la sopa recordé aquella vez que protestó porque en casa tenía pocos condimentos.

–No tengo condiciones laborales en este trabajo, no puede ser que no haya nada para darle sabor a la comida.

Cuando dejé la otra casa pensé en todo lo que dejaba en ella: la vida en pareja con Claudio, con sus hijos y los nuestros; el fiestódromo, como le llamábamos con mis amigos a mi terraza porque siempre estaba abierta a reuniones, bailes y fiestas de cumpleaños, y los recuerdos de mamá.

Esta mañana me desperté más temprano, cuando Joaco se levantó para ir al colegio. Como llovía mucho y se suspendía la excursión de Ramiro decidí dormir un poco más. Volvió a sonar el despertador y apreté la opción “posponer”. Medio despierta, medio dormida, en medio de esa semi oscuridad por la mañana lluviosa escuché que alguien hablaba en el living

– No llores, Rami. Seguro que fue porque llovía. Bueno, me voy a trabajar – y oí cuando se cerraba la puerta de casa.

Al instante lo tenía a Ramiro en mi cama.
– No vamos porque llueve – le dije.
– Si, ya sé, me dijo tu mamá.


Era su voz .