lunes, 10 de diciembre de 2018

Historia mínima

Por Ana Paoletti
Debe haber muchas historias pequeñas, de esas chiquitas, que cuenten cosas parecidas a las que vivimos con mi familia.
El 10 de diciembre de 1983, cuando todavía Alfonsín no había recibido su banda presidencial, con mi madre y mis hermanos llegábamos a Ezeiza poniéndole fin a más de seis años de exilio.
Tenía entonces 15 años y plena conciencia de que estaba viviendo un momento importante de mi vida. Habíamos bajado del avión con un nudo en la garganta, de la emoción, de los nervios.
Volvíamos.
Veníamos cargados de mucho, pero mucho, equipaje, mi mamá trajo todo lo que pudo, estaba cansada de desarmar y desarmar su casa. Conscientes de que éramos muchos y estábamos repletos de paquetes, esperamos a ser los últimos para salir.
Cuando llegamos al control, el agente que estaba allí puso cara de pocos amigos cuando nos vio tan cargados. Nosotros, los hijos, conteníamos la respiración, ¿ese que estaba ahí era todavía la dictadura argentina? No podíamos evitar sentir temor.
Le ordenó a mi madre abrir uno de los paquetes.
–¿Y acá qué hay? –preguntó.
–Un cuadro –dijo mi madre– de un rostro deformado por la tortura.
No dijo más que “pueden pasar”.
Más allá, a lo lejos una familia llena de tíos, primos, abuelos y amigos habían calmado la espera haciendo papel picado con el diario de la mañana. Cuando empezamos a acercarnos, comenzaron a cantar:“Somos la patota de Lylí y sus seis hijos
larguen todo y vengan volando
que vienen de España y se van a quedar”.
El “se van a quedar” sonaba imperativo.
Y así fue.

(Este texto lo publicó Marta Dillon como intro de una nota suya en el suple Las12)
https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-4557-2008-12-12.html


*La foto es de 1977 apenas un par de días antes de llegar a Madrid donde viviríamos seis años y medio.




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