jueves, 31 de marzo de 2011

El hombre que llegó del frío


Por Ana Paoletti

Desde el día anterior todos estábamos ansiosos, la noche prometía ser interminable.

En la cocina, la mami empanaba las milanesas, en eso estaba cuando llegó el papi, con algunos amigos dispuestos a abrirse un vino y comenzar con el festejo. Pero cuando la miró a la cara, supo que el horno no estaba para bollos, así que los despidió rápido y se dispuso a encerar el piso del linving.

A nosotros nos mandaron a dormir temprano. Desde la oscuridad de mi pieza seguía en silencio los movimientos de la casa. Finalmente el sueño me venció.

Por la mañana nos levantamos rápido y sin desayunar, salimos para el aeropuerto. Barajas estaba al lado de la Alameda de Osuna, el barrio donde vivíamos.

Al llegar miramos el tablero y nos acercamos a la puerta por donde saldría. Poco a poco fueron apareciendo los amigos con quienes constituíamos en una gran familia.

El tablero anunciaba que el vuelo ya había aterrizado. Nos acercamos a la puerta, intentábamos ubicarlo a través del vidrio, y en un momento que la puerta se abrió, el papi le gritó: "¡Caaaaachoooo!". Él levantó su brazo saludando en nuestra dirección, sólo podía distinguir figuras borrosas, los cuatro años de cárcel habían deteriorado su vista.

Cuando se abrió la puerta otra vez, me acerqué a un hombre que cuidaba esa salida y le pedí permiso para acercarme a saludar a mi tío. Me dejó.

Caminé nerviosa hacia él, y cuando estuve detrás suyo, tiré de su abrigo. El se giró y me miró con sus ojos hundidos, y con una sonrisa a lo gioconda me dijo " ¿y vos qué hacés acá?".

Cuando en la cinta sinfín apareció su valija, la tomó y nos fuimos de la mano al encuentro de los demás. Apenas cruzó la puerta, mi mamá lo buscó para abrazarlo, y después lo abrazó otro, y otra, y otro... y cuando ya no habían más brazos abiertos, mi viejo, que observaba la escena desde atrás, por fin se acercó. Se miraron y se fundieron en un abrazo que recuerdo eterno.

Los primeros tiempos el tío Cacho vivió con nosotros en casa. Dormía en el diván del living. Cada mañana, con mis hermanas, corríamos a despertarlo. Sabíamos que una historia nos esperaba, o que nos preguntaría sobre nuestros sueños.

Mucho tiempo después supe, y no por él, que también contaba historias a sus compañeros de celda. Y con cada relato, aunque sea por un rato, salían por una ventana y se iban a pasear.