viernes, 22 de marzo de 2024

Tres vestidos iguales

Río de Janeiro, fines de agosto de 1977. Una foto antes de subirnos por primera vez a un avión. Los chicos de pantalón y camisa, las chicas con tres vestidos iguales cosidos por mi abuela para la ocasión.  

Hacía apenas un par de días que habíamos llegado a la ciudad donde conocí el mar. En ese breve tiempo nuestra anfitriona nos llevó a pasear por la ciudad en una combi. Conocimos el Pan de Azúcar, el Cristo Redentor, la playa de Copacabana, y no entramos al Maracaná porque mi mamá no quería “causar tanta molestia”, algo que mis hermanos varones le reprochan hasta el día de hoy. 

El viaje había empezado en Buenos Aires, por lo menos esa última parte. Antes de eso, nuestra vida transcurría en una provincia del noroeste argentino donde llueve poco y en verano la temperatura supera los 40 grados. Vivíamos con nuestros abuelos maternos en una casa grande donde había gallinero, huerta, horno de barro y un fondo lleno de posibles aventuras. Al lado, en un baldío crecían cañas con las que construíamos barriletes, arcos y flechas y casitas donde escondernos. En verano la siesta era obligada y el mejor momento para romper la prohibición de escaparse a la pileta y esperar allí a que mi abuelo se despertara y nos repartiera rodajas de sandía fresca que devorábamos mientras se chorreaba su jugo por nuestro cuerpo. 

De La Rioja, los cuatro hermanos mayores nos habíamos ido un año antes, cuando mis viejos lograron alquilar una casa en el oeste bonaerense y nos volvimos a reunir después de vivir unos meses separados. Durante ese tiempo fuimos la familia Fernández, pero a los pocos meses otra vez tuvimos que partir. 

Mientras mi papá salía del país mi mamá se ocupó de hacer el trámite de nuestros pasaportes. Algo que llevó un tiempo, mucho en mi recuerdo. Ya no íbamos al colegio y los días parecían eternos en el pequeño departamento que habían alquilado nuestros abuelos en el barrio de Liniers. Cuando los documentos estuvieron listos y mi viejo instalado, emprendimos nuestro viaje. 

Mi mamá tenía miedo de salir por Ezeiza así que hicimos el recorrido que había hecho mi padre. Partimos en micro desde Buenos Aires acompañados por la nona María y el tío Jorge. Querían asegurarse de que llegáramos sanos y salvos a Brasil. A la terminal fueron a despedirnos nuestros tíos y primos. Los grandes se preguntaban cuánto tiempo pasaría hasta que nos volviéramos a ver. Los chicos ¿qué nos preguntábamos?

La primera parte del viaje era hasta la ciudad de Santo Tomé, en Corrientes. Si alguien nos preguntaba debíamos decir que íbamos de vacaciones. Cruzamos el río Uruguay en una lancha que por momentos parecía quedarse sin fuerza a mitad de camino. Llegamos a Sao Borja donde pasamos la noche. Al día siguiente mi abuela y mi tío regresaron a Buenos Aires y nosotros seguimos viaje a Río de Janeiro. 

La hermana Nazareth nos esperaba en la terminal. Nos llevó a una residencia de monjas donde nos alojamos hasta que salimos hacia el aeropuerto. En ese mismo lugar, unos meses antes, habían recibido a mi padre. Esos días en el convento fueron como vacaciones: pileta, paseos, y la atención amorosa a unos niños a los que les había cambiado la vida. 

Unas horas después, cuando llegamos a Madrid, mi hermana más chica, que entonces tenía cuatro años le preguntó al oído a mi viejo: “Papi, acá ¿cómo nos vamos a llamar?”

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