domingo, 3 de mayo de 2009

La visita de Dios




Escribe Olga Santochi.

Mamá siempre estuvo preocupada por educarnos dentro de la fe cristiana y aprovechaba cualquier ocasión para relatarnos historias de santos o cuentos en los que Dios deambulaba por este mundo, poniendo a prueba la bondad y disposición humana para la caridad. Para esto, el señor se presentaba como un niño harapiento o como un viejecito pordiosero, pidiendo ayuda.
Vivíamos en Cañada de Luque, en una modesta casa, la primera que alquilamos al ir a vivir a ese lugar, distante unos cien metros de las vías del ferrocarril, zona está, muy poblada de linyeras o crotos.
La Nona Manzueta estaba enferma y mamá tenía que ir a cuidarla a su casa que quedaba en las afueras del pueblo. En el fogón quedó la olla con el puchero hirviendo. Antes de salir, mamá, le dio las últimas indicaciones al Nene. La casa tenía una galería hacia delante y en la tierra que se extendía desde la casa y el alambre tejido que daba a la calle, mamá marcó con un palo, una raya en el suelo.
Cuando la sombra llegue aquí, dijo, ponés las papas en la olla y cuando llegue aquí (dijo marcando otra raya más cerca de la galería) ponés el zapallo.
El Nene iba a primer grado y yo todavía no iba a la escuela, por lo que ninguno de los dos sabía la hora.
Cuando ya había puesto las papas escuchamos que alguien golpeaba las manos y nos asomamos para ver quien buscaba.
Fue grande nuestra sorpresa cuando vimos detrás del alambre tejido, un viejito de aspecto muy pobre con barba y pelo blanco, que nos pedía una limosna. Miramos al viejito y nos miramos nosotros. No había dudas. Era dios que estaba poniendo a prueba nuestra generosidad.
Corrimos a la cocina y sacamos de la fiambrera de alambre tejido un queso criollo de esos que tienen marcado en la cáscara el dibujo de la trama de la bolsa de arpillera en que estuvieron envueltos. También elegimos el pan casero más grande que había.
Llevando uno el queso y el otro el pan, llegamos hasta el viejito y le entregamos las dos cosas llenos de felicidad, mientras el linyera, (para nosotros Dios), se deshacía en agradecimientos, bendiciones y buenos deseos.
Cuando la sombra llegó a la segunda marca pusimos el zapallo en la olla y nos sentamos en el piso de la galería felices y gozosos a esperar a mamá para contarle que Dios había estado en casa y nosotros nos habíamos portado igual que los niños buenos de sus cuentos.

A modo de introducción


Escribe Olga Santochi.


Hoy, 5 de junio de 1990, comienzo a pasar en limpio esta serie de apuntes que fui recogiendo, referidos a nuestra familia. Datos estos, proporcionados por los mayores de los Santochi: tía Rosita, tío Ernesto, papá, a los que he sumado algunos recuerdos de la infancia.

No tienen estos apuntes ningún valor literario y lo único que me lleva a esta recopilación de datos y anécdotas familiares, es llegar a mis nietos con algunos datos de nuestros antepasados.

En un primer momento esto tuvo la intención de ser solamente un árbol genealógico, pero fueron surgiendo historias y anécdotas interesantes, que pensé que podían resultar de interés para los menores y próximos familiares.

Es mi intención, ir incorporando las anécdotas y relatos en la medida que los valla obteniendo y para que sea más fácil ubicar al personaje del que se hable, se lo podrá localizar en el árbol genealógico de la primera página.

Debo decir también que los Santochi se encuentran en Italia, estando también en la Argentina en diferentes provincias.

He conocido a mucho de estos parientes que nombro, pero a otros los conozco por referencias anecdóticas. Muchos relatos llevan incluidos a los amigos de nuestros parientes y no podía ser de otra manera ya que estaban estrechamente vinculados a nuestros familiares.

También quiero aclarar que esto no pretende ser un relato histórico, sino la simple narración de hechos relacionados con la familia.

viernes, 1 de mayo de 2009

Perfume de carnaval



El calor no da tregua durante el verano, y la humedad hace más insoportable transitar el mes de febrero. El tren que parte de Once, con sus vagones sucios y los asientos raídos, no anima a iniciar la travesía. En Castelar el viaje continúa en colectivo.
Desde que Juan Carlos* había tenido que perderse en el anonimato de Buenos Aires, intentó conservar la costumbre. Vivió unos años en La Rioja y desde entonces no dejó de festejar el carnaval, una manera de retener aquellos recuerdos que a la distancia parecen hermosos, o quizás, la resistencia a que también lo enajenaran, en este exilio forzado, de algo propio.
Otra vez febrero y una nueva invitación para la celebración de la chaya en tierras bonaerenses.
Las empanadas riojanas, de carne cortada a cuchillo y con papa, son parte de la tradición. Ana, su mujer, con anticipación prepara el relleno de las empanadas.
El olor de la grasa, fundiéndose para recibir las empanadas, se mezcla con el de la carne asada que llega desde la parrilla. En el fondo del terreno ya se han dispuestos los tablones sobre los caballetes para armar las mesas.
Un montón de amigos y parientes, van llegando a la casa con un bolso donde llevan una muda de ropa. Juan Carlos los recibe con un ramito de albahaca, y los invita a colocárselo detrás de la oreja.
La música de fondo trae el recuerdo de los carnavales riojanos vividos entre chayas y peñas folclóricas. Eran días de borracheras en continuado, lo que el cuerpo aguantara.
Un grupo de amigos, que pronto perderán la “compostura”, se sientan a degustar la comida acompañada de vino, riojano, por supuesto.
A lo largo de la mesa se van sucediendo distintas conversaciones hasta que el chorro de un sifón que recibe algún distraído anuncia que la guerra ha comenzado.
Cada quien corre a buscar su jarro, balde o recipiente que será su arma poderosa para empezar a jugar. Grandes, chicos, viejos, hombres y mujeres se entregan a este rito medio salvaje. Algunos se refugian dentro de la casa.
El Negro, un prestigioso ginecólogo ya jubilado, con picardía se acerca a Lyli y le tira un balde de agua helada. Ella promete venganza, entonces aparece el ingrediente que complica todo: la harina que pronto estará desparramada sobre todos y el engrudo en las cabezas será imposible de sacar por varios días.
Cada año se agrega alguien al festejo. Cada nuevo integrante de la familia pasó por esta suerte de ceremonia de iniciación. Al principio, los porteños, especialmente, observaban la escena con cierto desconcierto y con el prejuicio de estar observando a la barbarie.
Un día al año, los invitados de Juan Carlos olvidan la solemnidad y juegan al carnaval. El intelectual, la profesora de literatura, el atorrante, el doctor, el arquitecto, hasta los jóvenes que sienten que es un rito impuesto, se suman a la fiesta pagana, y se olvidan de todo.

*Juan Carlos Pelussi Gramaglia, primo hermano del Nene, Olga y Lylí

Los primos




Aquel fue el día de la despedida, un rato antes de iniciar el viaje que nos llevaría hasta Santo Tomé, en Corrientes, y que terminaría varios días después cuando aterrizamos en Barajas.
Trece primos de edades entre 0 y 14 años, a quienes su historia les impidió seguir compartiendo juegos y cumpleaños.
No sé cuán concientes éramos de lo que nos pasaba, pero cuando los grandes decidieron juntarnos para retratar ese momento, sabían que la foto ayudaría a relatar la ausencia.
La foto fue la permanencia en la familia, a través de la foto, estaba el recuerdo pero también la presencia.
De esos tiempos, de las historias familiares, cada uno de nosotros tiene algo para contar. Y son pocas las veces que surge la posibilidad de contarnos esas cosas.
Por eso la idea de este espacio, para que entre todos podamos contar la historia de nuestra familia.
Este lugar es en homenaje a la tía Olga, la relatora oficial, que tenía la virtud de contarnos las cosas como un cuento. Hace ya tiempo ella pensó en escribir esas anécdotas familiares para contárselas a las generaciones que nos suceden. Pensó en escribir las recetas que fueron pasando de madres a hijas, y comenzó a esbozarlo, aunque su pronta partida no le permitió concretarlo.
Los invito a llenar este blog de esas cosas que tenemos para contar.
*En la foto desde la izquierda: Diego Rohde; Pablo Simone; Ana, Juan y Eduardo Paoletti, Enrique Pelussi, Adolfo Paoletti, Pablo Rodhe, tía Graciela. Abajo desde la izquierda: Elsa y Sara Paoletti, Julia y Mariano Simone, y Lucía Rohde tapándose la cara. Hijos de Graciela, Rudy y Tito primos hermanos por parte de madre.