martes, 28 de julio de 2009

Los Fernández



Por Ana Paoletti


Buenos Aires es frío.
Buenos Aires es húmedo y lluvioso.
Acá no podemos ser de dónde somos, somos de otro lado.
El papi se llama Ceferino Fernández, menos mal que no me tuve que cambiar el nombre también.
La casa es grande, pero no tanto como la de… cierto, somos de otro lado. Cuando llueve hay goteras por toda la casa. Tenemos pocos muebles, no hay cuadros colgados, no son cosas nuestras. No están mis chiches, quedaron en la otra casa.
Para ir a la escuela tenemos que tomar un colectivo, y luego otro. Y mirar que no nos sigan. Nadie puede saber cómo nos llamamos de verdad: somos los Fernández.
Ana Fernández, Ana Fernández, Ana Fernández…
Elsa y Sara todavía no van al jardín, no aprendieron su nuevo nombre.
El tren que trae al papi pasa frente a nuestra casa. Cuando se va haciendo la hora, la mami me pide que descuelgue el toallón de colores de la ventana.
Es un mensaje secreto escrito en un ventanal.
Hay una ventana grande en el primer piso frente a las vías. Cuando el papi pasa mira si está el toallón, si todavía está colgado no tiene que acercarse, por algo no lo pudimos descolgar.
A veces nos olvidamos, pero el papi ya sabe que eso nos pasa.
El otro día se escucharon disparos en la otra cuadra, la mami salió corriendo a la calle y el Juancarlos la agarró de un brazo y la empujó para adentro.
No era el papi, debe haber sido otro papá, otra mamá.
A los pocos días de llegar a la casa, la mami nos cosía una ropa sentada al lado del hogar mientras escuchaba la radio. Y se puso a llorar. Algo la hizo llorar. Lo mataron, lo mataron, decía.
Mi papá vende herramientas, bueno, dice que vende herramientas. Ayer vino un vecino a pedirle consejos para comprar una pala de jardín. Yo le consigo la mejor, le dijo. El papi no sabe nada de herramientas.

Nos vamos.
A otra casa, a otro lugar.
Cuando llegamos la Sara pregunta: papi ¿acá cómo nos vamos a llamar?

viernes, 3 de julio de 2009

La familia

Por Ana Paoletti


Hubo un tiempo que fue difícil para todos en la Argentina. Cuando el 24 de marzo sonó el toque de queda y comenzó la noche más larga de nuestra historia, la vida de nuestra familia se transformó. De un momento para otro todo se volvió peligroso.
Vivíamos en La Rioja, dejamos la escuela, nuestra vida allá y vinimos a perdernos a Buenos Aires con otros nombres y otro apellido.
Cuando mi viejo era uno de los hombres más buscados en nuestra provincia, cuando la muerte se anunciaba en cada esquina, cuando nos estaban apresando y desapareciendo, la solidaridad apareció en los gestos indispensables.
Mi tío Juan Carlos Rodríguez, comerciante, vecino de Villa Insuperable no dudó en ser el garante de la casa donde vivimos casi un año siendo la familia Fernández, tampoco en pedirle a su socio que no preguntara cuando también ponía el gancho.
Jorge Gutiérrez, otro tío, no vaciló en ofrecer el sótano de su librería para que hiciera de dormitorio cuando a mi viejo se le hacía la noche y no podía llegar a nuestra casa en el oeste de la provincia de Buenos Aires.
La lucha contra la dictadura tiene historias chiquitas como estas, que fueron gestos enormes que nos salvaron la vida, que nos demuestran que no se puede hacer desaparecer la solidaridad.

Rodríguez, Gutiérrez y Fernández. Al final todo quedaba entre gallegos.

* Hoy son 5 años sin el tío Juan Carlos.