El calor no da tregua durante el verano, y la humedad hace más insoportable transitar el mes de febrero. El tren que parte de Once, con sus vagones sucios y los asientos raídos, no anima a iniciar la travesía. En Castelar el viaje continúa en colectivo.
Desde que Juan Carlos* había tenido que perderse en el anonimato de Buenos Aires, intentó conservar la costumbre. Vivió unos años en La Rioja y desde entonces no dejó de festejar el carnaval, una manera de retener aquellos recuerdos que a la distancia parecen hermosos, o quizás, la resistencia a que también lo enajenaran, en este exilio forzado, de algo propio.
Otra vez febrero y una nueva invitación para la celebración de la chaya en tierras bonaerenses.
Las empanadas riojanas, de carne cortada a cuchillo y con papa, son parte de la tradición. Ana, su mujer, con anticipación prepara el relleno de las empanadas.
El olor de la grasa, fundiéndose para recibir las empanadas, se mezcla con el de la carne asada que llega desde la parrilla. En el fondo del terreno ya se han dispuestos los tablones sobre los caballetes para armar las mesas.
Un montón de amigos y parientes, van llegando a la casa con un bolso donde llevan una muda de ropa. Juan Carlos los recibe con un ramito de albahaca, y los invita a colocárselo detrás de la oreja.
La música de fondo trae el recuerdo de los carnavales riojanos vividos entre chayas y peñas folclóricas. Eran días de borracheras en continuado, lo que el cuerpo aguantara.
Un grupo de amigos, que pronto perderán la “compostura”, se sientan a degustar la comida acompañada de vino, riojano, por supuesto.
A lo largo de la mesa se van sucediendo distintas conversaciones hasta que el chorro de un sifón que recibe algún distraído anuncia que la guerra ha comenzado.
Cada quien corre a buscar su jarro, balde o recipiente que será su arma poderosa para empezar a jugar. Grandes, chicos, viejos, hombres y mujeres se entregan a este rito medio salvaje. Algunos se refugian dentro de la casa.
El Negro, un prestigioso ginecólogo ya jubilado, con picardía se acerca a Lyli y le tira un balde de agua helada. Ella promete venganza, entonces aparece el ingrediente que complica todo: la harina que pronto estará desparramada sobre todos y el engrudo en las cabezas será imposible de sacar por varios días.
Cada año se agrega alguien al festejo. Cada nuevo integrante de la familia pasó por esta suerte de ceremonia de iniciación. Al principio, los porteños, especialmente, observaban la escena con cierto desconcierto y con el prejuicio de estar observando a la barbarie.
Un día al año, los invitados de Juan Carlos olvidan la solemnidad y juegan al carnaval. El intelectual, la profesora de literatura, el atorrante, el doctor, el arquitecto, hasta los jóvenes que sienten que es un rito impuesto, se suman a la fiesta pagana, y se olvidan de todo.
*Juan Carlos Pelussi Gramaglia, primo hermano del Nene, Olga y Lylí
Desde que Juan Carlos* había tenido que perderse en el anonimato de Buenos Aires, intentó conservar la costumbre. Vivió unos años en La Rioja y desde entonces no dejó de festejar el carnaval, una manera de retener aquellos recuerdos que a la distancia parecen hermosos, o quizás, la resistencia a que también lo enajenaran, en este exilio forzado, de algo propio.
Otra vez febrero y una nueva invitación para la celebración de la chaya en tierras bonaerenses.
Las empanadas riojanas, de carne cortada a cuchillo y con papa, son parte de la tradición. Ana, su mujer, con anticipación prepara el relleno de las empanadas.
El olor de la grasa, fundiéndose para recibir las empanadas, se mezcla con el de la carne asada que llega desde la parrilla. En el fondo del terreno ya se han dispuestos los tablones sobre los caballetes para armar las mesas.
Un montón de amigos y parientes, van llegando a la casa con un bolso donde llevan una muda de ropa. Juan Carlos los recibe con un ramito de albahaca, y los invita a colocárselo detrás de la oreja.
La música de fondo trae el recuerdo de los carnavales riojanos vividos entre chayas y peñas folclóricas. Eran días de borracheras en continuado, lo que el cuerpo aguantara.
Un grupo de amigos, que pronto perderán la “compostura”, se sientan a degustar la comida acompañada de vino, riojano, por supuesto.
A lo largo de la mesa se van sucediendo distintas conversaciones hasta que el chorro de un sifón que recibe algún distraído anuncia que la guerra ha comenzado.
Cada quien corre a buscar su jarro, balde o recipiente que será su arma poderosa para empezar a jugar. Grandes, chicos, viejos, hombres y mujeres se entregan a este rito medio salvaje. Algunos se refugian dentro de la casa.
El Negro, un prestigioso ginecólogo ya jubilado, con picardía se acerca a Lyli y le tira un balde de agua helada. Ella promete venganza, entonces aparece el ingrediente que complica todo: la harina que pronto estará desparramada sobre todos y el engrudo en las cabezas será imposible de sacar por varios días.
Cada año se agrega alguien al festejo. Cada nuevo integrante de la familia pasó por esta suerte de ceremonia de iniciación. Al principio, los porteños, especialmente, observaban la escena con cierto desconcierto y con el prejuicio de estar observando a la barbarie.
Un día al año, los invitados de Juan Carlos olvidan la solemnidad y juegan al carnaval. El intelectual, la profesora de literatura, el atorrante, el doctor, el arquitecto, hasta los jóvenes que sienten que es un rito impuesto, se suman a la fiesta pagana, y se olvidan de todo.
*Juan Carlos Pelussi Gramaglia, primo hermano del Nene, Olga y Lylí
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